martes, 13 de agosto de 2013

El pajarito

Mamá abre la puerta y tira de mí para entrar en la sala grande. Es una sala con un suelo de baldosas oscuras, sin dibujos, donde destacan muchísimo mis asquerosos mocasines blancos. Por cada paso que doy, recibo una instrucción. No tocarme el flequillo. Ponerme recto. Levantar la cabeza. Saludar al primo y no olvidarme de preguntar por sus niños que sacan unas notas buenísimas en las escolapias de Vitoria (no como yo que sólo hago que dar disgustos). Sentarme. Sonreír. Poner buena cara. Y, sobre todo, tener muchísimo cuidado de no ensuciarme el traje blanco, que es carísimo. Es entonces cuando levanto la cabeza y me acuerdo con pavor del pajarito. Y, en ese momento, siento el líquido espeso que está empezando a correr por el puño crispado que tengo dentro del bolsillo del pantalón.

viernes, 2 de agosto de 2013

Exposición de Santocildes


Aquí, en estas riberas, donde atisbé la luz
por vez primera, dejo también el corazón.


Como Antonio Colinas en sus versos, deja el corazón Santocildes en el paisaje. Pasear por la exposición que ofrece el artista en Carrizo es ver la ribera del Órbigo en cada una de sus piezas y verlas filtradas por sus ojos y por su oficio sobre (a favor de) la madera y los lienzos. Ahí están los chopos que arden en fuego verde o el agua-piedra del invierno. También la nómina de secretos que estos guardan dentro asomando por las heridas que la mano certera provocó. Antes de llegar, deje el visitante posarse la mirada en las choperas que abrazan el pueblo de Carrizo, déjese empapar dentro por el agua del río y entre en la Posada del Marqués dispuesto a ver todo esto elevado al corazón de Santocildes. Y dese prisa, que dura sólo hasta el 7 de agosto. 




miércoles, 10 de julio de 2013

La nevada

   
       I. Mirad aquel perro. Sus ladridos resuenan en el fondo del valle. Es una pequeña sombra nerviosa saltando en la inmensidad de la nieve, escarbando, enganchando sus aullidos al eco de las peñas. Se para, mira al suelo, reconoce algo, mueve el rabo y salta otra vez sobre el hoyo abierto bajo sus patas.


      II. Hacia la luz, hacia la luz siempre, les decía Don Miguel mientras señalaba hacia la veleta del campanario. El cielo estaba azul con una algarabía loca de vencejos y los tejados brillaban con toda la fuerza del verano. En la plaza, los niños, apartados los juegos, seguían con su mirada la mirada del cura, de allí a su mano. Y de su mano, al sol.


       III.  Hacia la luz, hacia la luz siempre, resuenan las palabras como un eco en sus oídos. Deja caer un hilo de saliva y mira por el túnel abajo, hacia los demás. Arriba, la claridad. Es el camino correcto, así que toma la pala y vuelve a atacar con ella la nieve sobre su cabeza. Cada vez más fuerte. Para. Vuelve a mirar abajo. ¿Habéis oído? Y el resto de ojos comienzan a reír desde el fondo, desde la plaza porque, cada vez más cerca, se oyen más nítidos los inquietos ladridos de un perro.

miércoles, 19 de junio de 2013

Una sombra en el centeno

Lo lee concentrado a la sombra de una encina, entre los campos de centeno. Es un libro magnífico donde está todo lo que se necesita saber: construir un barco, reunir una tripulación, manejar un arpón. El pequeño Ahab lo lee con deleite, pero también con urgencia. Ahí delante, sobre la superficie ondulante de las espigas, ha vuelto a ver aparecer, hace un instante, el lomo acechante de una enorme ballena blanca.

miércoles, 12 de junio de 2013

Fotos viejas


Al finalizar la serie de óleos, don Agapito se impulsa con su bastón hacia la de fotografías. Las dos últimas generaciones de su familia ya aparecen retratadas en papel leptográfico. Se detiene. Lo más curioso de la fotografía, piensa posando su vieja mirada en el fuego, no es lo que ha supuesto para la historia a nivel documental. Tampoco, y mira para la los libros que se extienden por las estanterías, su importancia en el desarrollo del arte contemporáneo. Lo más inquietante, se dice ante las arrogantes patillas de su abuelo, es ver, con esa nitidez espantosa, a tus antepasados ya muertos mucho más jóvenes que tú.

viernes, 7 de junio de 2013

La trenza

A gatas, bajo el templete de los músicos, cientos de pies bailando por el prado y el ronroneo de un generador a su lado. Pi. El abuelo y sus manos de raíz de parra. Pi. Las diecisiete palabras en español que usa Isa en aquel tren a Berlín. Pi. Un viaje tocando la okarina y los chopos como un cuadro de Degas en la ventana. Pi. Sentado en el váter. Las vueltas de la lavadora. El teléfono impaciente al otro lado de la puerta. Pi. Pedro y él, color ceniza, en el negativo de una foto. Pi. Los eclipses. Pi. Ella. Pi.

Y Juan, tumbado en la cama del hospital, sólo acierta a percibir apenas dos líneas bien diferentes que se entrelazan. Una, la de sus pensamientos, sin tiempo y sin fin, densa, plástica, líquida. Y otra, la recta sobre la que  ésta se apoya, la que cruza, ajena como un disparo, la pantalla de la máquina que está a su lado, con un pequeño saltito y un pitido regular cada tres segundos exactos.

Qué cosas. Ahí tienen a Juan perfectamente acomodado entre la intersección de dos elementos tan diferentes, mientras que, al rato, le será imposible percibir la geométrica perfección de esas dos líneas cuando formen un gélido haz de rectas paralelas.



jueves, 30 de mayo de 2013

La suma roja


(...) ¿Un libro, libro? Bueno es dejar un libro grande a medio leer, sobre algún banco, lo grande que termina; y hay que darle alguna lección al que lo quiere terminar, al que pretende que lo terminemos. Grande es lo breve, y si queremos ser, parecer más grandes, unamos sólo con amor, no cantidad. El mar no es más que gotas unidas, ni el amor que murmullos unidos, ni tú, cosmos, que cosmillos unidos. Lo más bello es el átomo, el solo indivisible, y que por serlo no es ya más pequeño. Unidad de unidades es lo uno; ¡y qué viento más plácido levantan esas nubes menudas al cénit; qué dulce luz es esa suma roja única! Suma es la vida suma, y dulce. (...)


Juan Ramón Jiménez. Espacio. 1940.